Juegos a los que la gente juega


Se había convertido en un hábito, por no decir manía, tener siempre el móvil en sus manos aún teniendo bolso, bolsillos, etc. Quizás se sentía más segura teniendo algo en la mano, como quien se aferra a un puntero o bolígrafo ante el público de un simposio; o quizás necesitaba sentir la inmediatez de las vibrantes notificaciones del teléfono. La cuestión es que se había convertido en un apéndice de sus dedos y las miradas frecuentes a la pantalla eran ya un gesto habitual.

Era consciente que eso no debía ser apropiado, y sin embargo intentaba no pensar en ello, aunque notaba en la mirada de los demás su desaprobación. Se justificaba a sí misma que para estar al día, se ha de estar permanentemente conectada e informada, contestar rápidamente a las menciones de las redes sociales, interactuar activamente, e interesarse y mostrar afecto por sus amistades por whatsapp.

A veces se sentía sola en medio de una inmensidad de avatares y mensajes; en otras avasallada por gente que no le importaba lo más mínimo; y afortunadamente con más frecuencia, rodeada de buena gente que le acompañaba allá donde fuera, o mientras realizaba una de sus múltiples actividades pues nunca había dejado de lado su vida social.

De tanto en tanto solía leer a los demás observando sus comportamientos. Curiosamente tenía buena memoria para retener gustos y preferencias ajenas, así como de las relaciones entre contactos de las redes y cómo no, éstos con ella misma. Todo esto muchas veces le hacía reflexionar: «cómo nos gusta complicarnos la existencia, somos cúmulos de pequeñas grandes imperfecciones; secretamente nos gusta jugar y que jueguen con nosotros, resolver y cubrir carencias y complejos. Nadie lo reconocerá, pero es así.» Aseveraba para sí misma.

Un día, apática, comenzó a escribir un borrador en uno de sus múltiples blogs apenas alimentados, que tituló «Juegos a los que la gente juega».

  • Hay quienes disfrutan rechazando e ignorando a los demás para sentirse afianzados en su posición, hacerse creer a sí mismos mejores e importantes. La lástima es que siempre hay quienes se lo creen y les siguen a pies juntillas pese a que les traten como a mindundis.
  • Hay quienes sólo les interesa quienes les rechaza; el juego de conquistar a quien se resiste, alcanzar una meta aparentemente inalcanzable. No les interesa nada ni nadie que está al abasto de su mano, se les resta importancia porque están ahí, seguros. Si algún día éstos faltan, la culpa siempre será de los demás.
  • Hay quienes buscan en otras personas revivir vivencias pasadas, cayendo una y otra vez en el mismo error, porque todos evolucionamos y no somos los mismos de antaño, ni las circunstancias son las mismas que aquellos momentos idolatrados. Ya se sabe, el tiempo dulcifica la memoria.
  • Hay quienes no son capaces de hacerse valer por sí mismos, y se adhieren a otra persona como una lapa, tejiendo poco a poco una manipuladora tela de araña para que otros hagan de portavoces. Son perfiles discretos, aparentemente neutros e inofensivos, con cierto aura de desamparo.
  • Hay quienes la negatividad les acompaña como una nube sobre sus cabezas y convierten en tormenta todo lo que les rodea.
  • Hay quienes la crítica y envidia son la base de sus razonamientos, juzgan y sentencian sin haberse mirado previamente en el espejo.
  • Hay quienes la competitividad les ciega. La obsesión del «y yo más»; soy mejor, sé más, tengo más, soy quien más, etc., es una constante cansina y extenuante.
  • Hay quienes su exultante y permanente alegría exaspera, porque parece irreal. Somos así de retorcidos.
  • Hay quienes utilizan frases y citas manidas para dar lecciones de vida a los demás, como si fueran poseedores de la verdad absoluta.
  • Hay quienes se ríen amargamente de sí mismos, maquillándolo de ironía e inteligencia, esperando un guiño ajeno que les diga: no exageres, esto no es así.
  • Hay quienes el victimismo es su bandera, simplemente para llamar la atención.
  • Hay quienes ignoran los argumentos ajenos, y por lo tanto el suyo siempre será el mejor.
  • (…)
Y al finalizar se dijo: «Hay tantos juegos como personas, tantas variantes como tipos de carácter y estados de ánimo; me pregunto ¿a qué juego he jugado yo?

Sky is the limit


Fue una bonita ilusión mientras duró; una especie de espejismo acordado del que había que disfrutar a toda costa. El tiempo que se disponía era reducido.

Esa fugacidad produjo que afloraran todas las palabras, emociones y cuestiones que hacía tiempo se guardaban en algún recodo de la memoria; algunas de ellas vehementes y efusivas.

Parecía que se tuviera todo el tiempo del mundo por delante, que realmente aquellos minutos, incluso horas, hubieran producido algún cambio sustancial en la dinámica acaecida hasta el momento.

Pasaron los días, y poco a poco aquella impetuosidad se fue disipando, más rápidamente de lo que hubieran deseado, para transformarse en una tibia (casi fría) comunicación.

Y llegaron la época de los quizás:

– Quizás sea mejor así. Quizás es como debe ser. Quizás se vuelva a repetir. Quizás es mejor dejarle marchar…

Quién sabe… Sólo el cielo es el límite.

Tras mi caparazón


Siempre me ha hecho gracia verle rodeado de gente mariposeando a su alrededor (generalmente mujeres). De hecho es una situación que él mismo provoca. Es de aquellas personas por las que no sabes muy bien porqué, uno se siente atraído, como si un pequeño e imperceptible hilo tirara de tí hacia él. Sin embargo, quizás conocedor de esa situación o por puro agobio, al mismo tiempo te empuja hacia el exterior de su círculo vital, como si de dos polos iguales que se repelen se tratara. Justo son estos movimientos de vaivén emocional lo que provocan es que te sientas aún más cautivado por esa persona, porque tendemos a querer lo que no tenemos.

Pero curiosamente, se siente solo. Soledad auto provocada quizás. Soledad en compañía; de ese tipo silencioso del que nadie se da cuenta.

Algo que me fascina es esa dualidad entre cómo nos sentimos y vemos a nosotros mismos, y cómo nos perciben los demás. Raramente coinciden, o al menos no plenamente. Hay muchas variables de las que no somos conscientes, comenzando por el lenguaje corporal, movimientos y tics que se escapan a nuestro control voluntario.

Si se trata de medio escrito, como éste, (sobreentendiendo de por sí que falta el tono de voz) dependerá mucho del vocabulario utilizado (y nuestras connotaciones personales que tengamos sobre cada palabra) y de si se conoce o no al que escribe para entender el mensaje de una manera u otra. Un mensaje escueto, una ironía, pueden provocar una sonrisa o ser absolutamente demoledores. Cuantísimos inequívocos creados por cuatro palabras mal entendidas o un punto fuera de lugar…

Pero vuelvo al tema de la imagen que proyectamos. Seguro que a vosotros os habrá ocurrido, que hay aspectos de nosotros mismos que desconocíamos y hemos aprendido (y seguimos haciéndolo) gracias a los demás; gente cercana por supuesto. En mi caso, lo hago intentando verme desde fuera (momento contorsionista del día), y procurando asimilar dicha información (a veces no es fácil y nos negamos a la evidencia).

Gracias a ello, puedo descubrir aspectos que limar, que mejorar o utilizar. Con utilizar me refiero por ejemplo a que si me considero una persona muy tímida, pero mi aspecto es el contrario y soy consciente de ello, puedo utilizarlo en mi beneficio, a la hora de defender una postura en una reunión, o en el momento de hacer nuevos contactos, aunque por dentro sepa que me muero de vergüenza.

No quiero hacer una oda a la falsedad, pero sí considero y creo firmemente que podemos mejorar y hacer un poco más allá de lo que creemos somos capaces; aunque el cansancio haga mella, o la pereza y el «yo no puedo, no soy capaz» sean tentadoras auto excusas.

Como diría mi amiga Noemí: ya se sabe, nadie es perfecto 😉

Historias ya olvidadas


«Escribe de manera impersonal, así nadie notará tus debilidades y miedos» me aconsejaron; o quizás me lo aconsejé a mí misma, quién sabe.

Ante la duda, tantos días rondando el consejo en mi cabeza, preferí permanecer en silencio. Esa mudez a la que al final una se acostumbra, rellenándola de temas banales, palabras vacuas e imágenes captadas al vuelo pero que no dicen nada, sólo constatan el paso por algún lugar en concreto.

Y tanto te habitúas a tal situación que se vuelve una rutina cómoda, discreta, segura. La inspiración, viéndose rechazada por una presencia tan imponente se perdió voluntariamente, quizás entre los papeles y facturas de un cajón o en uno de las decenas de bolsos que aguardan a ser lucidos cuando la ocasión lo requiere.

Hay días en los que el silencio grita desde dentro. No importa, lo acallaré con un café y capas de ropa, que comienza a refrescar.

Cambios necesariamente drásticos


Dos días, con sus respectivas 48 horas, llevaba alojada en aquella casa.

Algo le impedía llorar. Era una especie de bloqueo emocional. Sería imparable, como un torrente desbocado, una vez se eliminara.

La lluvia era incesante y poco invitaba a salir a tomar el aire fresco con olor a tierra mojada, más bien empapada. Mirando a través de la ventana del salón al exterior, descalza, en silencio y absorta en sus pensamientos, repasaba una y otra vez lo ocurrido el día anterior.

Al llegar del aeropuerto fue alojada en la habitación de invitados sin apenas explicaciones. En realidad tan leves que provocaban dudas más que resolverlas.

Aitor se mostraba incómodo y parco en palabras. Casi todo el tiempo estaba encerrado en su habitación, antaño compartida, hablando por teléfono o utilizando su portátil. De hecho, en todo el día apenas cruzaron unas cuantas frases. En el momento en que ella intentaba sonsacarle algo, él se marchaba del lugar sin más miramientos.

Anna estaba básicamente atónita y sin saber cómo reaccionar a aquella situación. Que aquella persona, que le había pedido por activa y por pasiva hacía menos de un mes compartir la vida para siempre y cambiar su residencia, estuviera reaccionando de ese modo tan cobarde, se escapaba a su comprensión. Y pensó para sí: “no le conozco, de hecho creo que nunca le he conocido realmente”.

Sin embargo, se confirmaba lo que su intuición le decía desde hacía un par de semanas. Anna había experimentado mezcla de ilusión y extrañeza; la premura y presión con la que Aitor pretendía que se trasladara a Bilbao, daba a entender que más que deseoso parecía impaciente por tal mudanza.

Era chocante cuanto menos. Ahora, tras revolucionar su vida laboral y familiar en pro de ese cambio, se encontraba con un rechazo y vacío inexplicables.

Apenas durmió aquella noche debido a los nervios. Anna se dedicó a dar vueltas de manera silenciosa por la casa, aunque el crujir del suelo de madera en muchas ocasiones la delataba. Siempre le había gustado aquel tacto frío y cálido al mismo tiempo en sus pies desnudos, y ahora más que nunca quería retenerlo en su memoria. De hecho, quería recordar cada esquina de la casa, porque tenía la certeza que no iba a volver, al menos no en las mismas condiciones.

Llegada la mañana, Aitor la despertó: –“Me voy al aeropuerto, ¿me puedes llevar?”. Desconcierto, estupefacción. –“De acuerdo”.

Al igual que el día anterior, el viaje desde Elorrio hasta Sondika fue en silencio; sólo consiguió saber que iba a Sevilla, en principio “por trabajo”. Anna sabía que el trabajo de Aitor nada tenía que ver con eso y que era un simple mentira ¿piadosa?. Llegados al parking, él comenta: -“Puedes quedarte con el coche estos días, ya sabes dónde puedes dejar las llaves cuando tengas que marcharte”.

Aitor toma su maleta, se acerca y da a Anna un breve beso, rozando casi la comisura de los labios. Sigue sin atreverse a mirarla a los ojos. Coge su mano y la besa. -”Te llamaré”, y se aleja lentamente. De repente, se vuelve y la mira con ojos acongojados. Ella, inmóvil y con cara de póker junto al coche, jugando nerviosamente con las llaves del auto.

Desde este momento hasta el día siguiente, un vacío en su memoria. El tiempo se detuvo. Vagó sin destino durante horas por las carreteras y calles de Bilbao, sin comer, sin parar hasta el anochecer.

De vuelta al que días atrás iba a ser su nuevo hogar, se dió una larga ducha, regodeándose en el placer de sentir del agua caliente que resbalaba por su cara y cuerpo, ojos cerrados, mente en blanco.

Más tarde, reflexionando largamente en todo lo acaecido hasta el momento. Seguía sin explicaciones claras, pero no hacía falta. “¿Para qué?” se decía. “Sé que esto me va a doler hasta el infinito, que voy a estar tocada durante mucho tiempo, pero ello no me va a impedir seguir adelante, reinventarme. Agradezco haber descubierto que quien creía lleno de virtudes en realidad es un mediocre; de todo se aprende”.

Dicho esto para sí misma, se vistió y recogió lentamente sus pertenencias, despidiéndose lentamente de cada estancia.

Antes de traspasar el umbral de la puerta por última vez, no pudo evitar la tentación de dejar una nota al hasta ahora “hombre de su vida” con un: “Que te vaya bonito”.

Abrazos rotos


El vuelo en el que viajaba ella se dirigía a Bilbao, al antiguo aeropuerto de Sondika, el cual siempre le había resultado inquietante, pues justo antes de aterrizar podía verse el nada halagüeño cementerio situado junto a la pista.

El ruido ensordecedor del turbohélice que hacía el trayecto diario BCN-BIO-BCN le producía entre dolor de cabeza y somnolencia. Más aún si se tenía en cuenta que durante un buen rato antes de llegar a destino, se atravesaban las montañas precedentes, cubiertas siempre por espesas nubes que impedían ver algo salvo bruma gris. Ese gris que siempre había identificado a la ciudad, salvo por el contraste con el intenso verde producto de la incesante lluvia que caracterizaba al lugar.

Era habitual que en estos viajes, últimamente bastante frecuentes, ella estuviera ansiosa por llegar, radiante y nerviosa al mismo tiempo. Pero en esta ocasión, algo le decía que era diferente. Quizás las últimas llamadas y encuentros habían tomado un cariz distinto… Pero se autoconvencía que era producto de su imaginación.

La voz del comandante interrumpe sus pensamientos; avisa por megafonía que están llegando a destino. Las azafatas se apresuran para tomar asiento y abrocharse el cinturón. Ella siempre se preguntaba, en su ingenuidad, cómo eran capaces de pilotar aquella olla exprés con alas a través de la nada, que era precisamente lo que se veía.

Aquel aterrizaje fue aterrador; hacía tal viento que el piloto tuvo que pasar de largo de la pista, intentarlo de nuevo desde otro ángulo, nada… Vuelta a intentarlo adentrándose en el mar para dar media vuelta… El avión descendió de repente no se sabe cuánta distancia y notó cómo el corazón se le paralizaba, literalmente. Ella se vio por un momento estrellada en el mar. La imagen de la azafata con cara de pavor, de pié cogida a los laterales de aquel cacharro volador que crujía no contribuía de ninguna manera a tranquilizarla. Tras unos cuantos movimientos más de coctelera del aparato, y por primera vez tras decenas de vuelos, acabó vomitando lo poco que llevaba en el estómago a esas horas de la mañana.

Por fin tomaron tierra; casi todo el pasaje con ganas de besarla al descender la escalerilla. Ella pensó para sí: «espero que esto no sea una señal».

Y allí estaba él, como siempre, esperándole en el hall de llegadas del pequeño aeropuerto, cuya disposición se sabía ya de memoria, pero le tenía cariño por lo que significaba aquel lugar.

Un breve beso, un abrazo, un «qué tal ha ido el vuelo» de rigor mientras se dirigen al parking a buscar el coche. Todo parece normal, lo habitual, salvo por un pequeño detalle: ella nota que en ese transcurso de tiempo, no la ha mirado a los ojos. «¿Qué está pasando?» piensa para sí. «¿He dicho o hecho algo que le haya molestado?». Armándose de valor, le pregunta: –«Cariño, ¿te ocurre algo?». –«Mañana me voy de viaje», contesta él secamente, quitándose ese peso que llevaba encima desde hacía varios días. –«Pero si acabo de llegar. ¿Es por trabajo? ¿A dónde vas?», preguntaba ella con una mezcla de perplejidad y miedo irracional. –«Debo irme». Silencio.

El chirimiri caía de manera incesante, como una fina cortina del telón que precedía a la función que se iba a representar. Desde el momento de la conversación ambos estaban en silencio tenso que pondría en jaque a la persona más susceptible, él conducía, ella miraba hacia la ventanilla de su puesto de copiloto. Mirar sin ver nada.

Llegaron al caserón en medio de una campa verde, frondosa, brillante por efecto de la lluvia. Ella lo consideraba su casa, tan agradable, tranquila, acogedora con su enorme chimenea e interior decorado en madera de tonos miel; en un lugar tan frío como aquel, de inviernos antaño eternos y lluviosos, era de agradecer. Suben las escaleras lentamente, dejando los bártulos de ella en el distribuidor, por primera vez no estaban en la habitación que compartían.

Suena el teléfono. Él nervioso, contesta. Se intuye una voz de mujer al otro lado del auricular.

La cara de estupor de ella iba en aumento.