Avanzaba con pasos cortos y rápidos a través del pasillo que formaba la gente que había a su alrededor.
Solía mirar de manera innata, fruto de su ávida curiosidad, a los ojos de cualquiera que se cruzara en su camino, notando cómo apartaban la vista inmediatamente. No entendía el motivo y sin embargo, no se percataba de su mirada examinadora y directa, que simplemente era el querer adivinar qué se ocultaba tras aquella fachada trajeada o llena de abalorios y logotipos varios.
Ella se creía titubeante, tímida, no agraciada físicamente… Incluso patosa. Cualquier aparición ante un grupo elevado de personas era un drama que superaba aferrándose a cualquier objeto que hubiera en sus manos, mirando de soslayo a su alrededor. Hablar en público suponía el Apocalipsis, era horrible notar el titubeo de las palabras y el temblor de su voz.
Cuán confundida estaba… Nadie le creía cuando decía que era vergonzosa, pues todos pensaban en lo altiva de su presencia, la seguridad de sus pasos, sus movimientos soberbios y mirada inquisitiva.
Parece mentira lo diferente que puede ser el concepto que tenemos de nosotros mismos con el ajeno; la necesidad constante de aprobación, que nos esclaviza a consumir tantísimos productos que nos prometen solventarnos ese área que está dentro de nuestra cabeza.
Sólo nosotros podemos superarlo con la ayuda de quienes realmente nos estiman y nos insuflan (de manera habitual) seguridad, cariño y sobre todo, crítica constructiva.