
El vuelo en el que viajaba ella se dirigía a Bilbao, al antiguo aeropuerto de Sondika, el cual siempre le había resultado inquietante, pues justo antes de aterrizar podía verse el nada halagüeño cementerio situado junto a la pista.
El ruido ensordecedor del turbohélice que hacía el trayecto diario BCN-BIO-BCN le producía entre dolor de cabeza y somnolencia. Más aún si se tenía en cuenta que durante un buen rato antes de llegar a destino, se atravesaban las montañas precedentes, cubiertas siempre por espesas nubes que impedían ver algo salvo bruma gris. Ese gris que siempre había identificado a la ciudad, salvo por el contraste con el intenso verde producto de la incesante lluvia que caracterizaba al lugar.
Era habitual que en estos viajes, últimamente bastante frecuentes, ella estuviera ansiosa por llegar, radiante y nerviosa al mismo tiempo. Pero en esta ocasión, algo le decía que era diferente. Quizás las últimas llamadas y encuentros habían tomado un cariz distinto… Pero se autoconvencía que era producto de su imaginación.
La voz del comandante interrumpe sus pensamientos; avisa por megafonía que están llegando a destino. Las azafatas se apresuran para tomar asiento y abrocharse el cinturón. Ella siempre se preguntaba, en su ingenuidad, cómo eran capaces de pilotar aquella olla exprés con alas a través de la nada, que era precisamente lo que se veía.
Aquel aterrizaje fue aterrador; hacía tal viento que el piloto tuvo que pasar de largo de la pista, intentarlo de nuevo desde otro ángulo, nada… Vuelta a intentarlo adentrándose en el mar para dar media vuelta… El avión descendió de repente no se sabe cuánta distancia y notó cómo el corazón se le paralizaba, literalmente. Ella se vio por un momento estrellada en el mar. La imagen de la azafata con cara de pavor, de pié cogida a los laterales de aquel cacharro volador que crujía no contribuía de ninguna manera a tranquilizarla. Tras unos cuantos movimientos más de coctelera del aparato, y por primera vez tras decenas de vuelos, acabó vomitando lo poco que llevaba en el estómago a esas horas de la mañana.
Por fin tomaron tierra; casi todo el pasaje con ganas de besarla al descender la escalerilla. Ella pensó para sí: «espero que esto no sea una señal».
Y allí estaba él, como siempre, esperándole en el hall de llegadas del pequeño aeropuerto, cuya disposición se sabía ya de memoria, pero le tenía cariño por lo que significaba aquel lugar.
Un breve beso, un abrazo, un «qué tal ha ido el vuelo» de rigor mientras se dirigen al parking a buscar el coche. Todo parece normal, lo habitual, salvo por un pequeño detalle: ella nota que en ese transcurso de tiempo, no la ha mirado a los ojos. «¿Qué está pasando?» piensa para sí. «¿He dicho o hecho algo que le haya molestado?». Armándose de valor, le pregunta: –«Cariño, ¿te ocurre algo?». –«Mañana me voy de viaje», contesta él secamente, quitándose ese peso que llevaba encima desde hacía varios días. –«Pero si acabo de llegar. ¿Es por trabajo? ¿A dónde vas?», preguntaba ella con una mezcla de perplejidad y miedo irracional. –«Debo irme». Silencio.
El chirimiri caía de manera incesante, como una fina cortina del telón que precedía a la función que se iba a representar. Desde el momento de la conversación ambos estaban en silencio tenso que pondría en jaque a la persona más susceptible, él conducía, ella miraba hacia la ventanilla de su puesto de copiloto. Mirar sin ver nada.
Llegaron al caserón en medio de una campa verde, frondosa, brillante por efecto de la lluvia. Ella lo consideraba su casa, tan agradable, tranquila, acogedora con su enorme chimenea e interior decorado en madera de tonos miel; en un lugar tan frío como aquel, de inviernos antaño eternos y lluviosos, era de agradecer. Suben las escaleras lentamente, dejando los bártulos de ella en el distribuidor, por primera vez no estaban en la habitación que compartían.
Suena el teléfono. Él nervioso, contesta. Se intuye una voz de mujer al otro lado del auricular.
La cara de estupor de ella iba en aumento.