Historias ya olvidadas


«Escribe de manera impersonal, así nadie notará tus debilidades y miedos» me aconsejaron; o quizás me lo aconsejé a mí misma, quién sabe.

Ante la duda, tantos días rondando el consejo en mi cabeza, preferí permanecer en silencio. Esa mudez a la que al final una se acostumbra, rellenándola de temas banales, palabras vacuas e imágenes captadas al vuelo pero que no dicen nada, sólo constatan el paso por algún lugar en concreto.

Y tanto te habitúas a tal situación que se vuelve una rutina cómoda, discreta, segura. La inspiración, viéndose rechazada por una presencia tan imponente se perdió voluntariamente, quizás entre los papeles y facturas de un cajón o en uno de las decenas de bolsos que aguardan a ser lucidos cuando la ocasión lo requiere.

Hay días en los que el silencio grita desde dentro. No importa, lo acallaré con un café y capas de ropa, que comienza a refrescar.

Network


Redes sociales, amistades, contactos profesionales…

Me considero una persona bastante crítica (¿criticona quizás?) respecto a mi entorno, lo que observo, leo y ante todo, sobre mí misma. Aun así, la mayoría de veces guardo mis opiniones, generalmente porque no estoy segura que se me comprenda, y en general porque aunque a algunos se les llene la boca de lo sinceros que son, nadie está preparado para asumir las franquezas crudas, sin vuelta y vuelta previa. De hecho, pienso que en muchas ocasiones este apunte crítico, irónico e incluso sarcástico, se malinterpreta e intentan convertirlo en envidia o rencores posiblemente acumulados a través del tiempo. Nada más lejos de la realidad. Mi «problema» es muy sencillo: tengo muy buena memoria y una de mis frases de cabecera es: «el movimiento se demuestra andando».

Y es que a veces no entiendo algunas situaciones; todos nos debemos a un % de hipocresía, pero  la cantidad depende del grado de aguante de nuestro estómago y/o gustos, e incluso ambición del protagonista. Negarlo es rebatir lo evidente, nos debemos a ello para formar parte de la sociedad, la red interpersonal que nos mantiene no alienados de nuestro entorno.

Desde luego, a estas alturas no voy a descubrir el fuego ni es mi intención. Sólo subrayar que no entiendo algunos movimientos entre grupos de personas. Curiosamente no suelen caerme bien los más populares y que gustan a la mayoría. A veces me enfado conmigo misma, debería eliminar de mi vista este tipo de personas si no me agradan; pero tiendo a ser generosa y pensar: «Seguro que te equivocas».

Se escapa de mi comprensión algunas muestras de aprecio que sólo con observar un poco, puede vislumbrarse que no son tal, sólo son “jaleadores” que a su vez quieren su porción de atención y visibilidad. ¿A quién le amarga un halago? a nadie, sin duda. Ante todo, recordar que ya somos singulares, comenzar por nosotros mismos, convenciéndonos de ello. Las ansias de salir del anonimato, sentirse único a base adulaciones ajenas sólo puede abstraernos de la realidad y alejarnos de las personas y situaciones realmente valiosas. Esos mismos jaleadores van y vienen. Hoy eres tú, mañana será otra persona que le preste más atención o le sea más propicia para sus objetivos.

Detesto la hipocresía, salvo la estricta y obligatoriamente profesional; los fanfarrones y encantadores de serpientes. Aquellos que sabiendo de sus limitaciones, no son capaces de asimilarlas y aprovechan el trabajo y esfuerzo ajeno para asumir esos logros como propios.

Llamadme ilusa, pero creo en la amabilidad y generosidad sin esperar nada a cambio. En el cariño demostrado sin miedo a doble lectura o rasero. En el diálogo y empatía, que cada vez son menos comunes.

Grandes avances en medios de comunicación, y sin embargo, cada vez más aislados en nuestra propia isla cuyo centro es el ombligo.

Cambios necesariamente drásticos


Dos días, con sus respectivas 48 horas, llevaba alojada en aquella casa.

Algo le impedía llorar. Era una especie de bloqueo emocional. Sería imparable, como un torrente desbocado, una vez se eliminara.

La lluvia era incesante y poco invitaba a salir a tomar el aire fresco con olor a tierra mojada, más bien empapada. Mirando a través de la ventana del salón al exterior, descalza, en silencio y absorta en sus pensamientos, repasaba una y otra vez lo ocurrido el día anterior.

Al llegar del aeropuerto fue alojada en la habitación de invitados sin apenas explicaciones. En realidad tan leves que provocaban dudas más que resolverlas.

Aitor se mostraba incómodo y parco en palabras. Casi todo el tiempo estaba encerrado en su habitación, antaño compartida, hablando por teléfono o utilizando su portátil. De hecho, en todo el día apenas cruzaron unas cuantas frases. En el momento en que ella intentaba sonsacarle algo, él se marchaba del lugar sin más miramientos.

Anna estaba básicamente atónita y sin saber cómo reaccionar a aquella situación. Que aquella persona, que le había pedido por activa y por pasiva hacía menos de un mes compartir la vida para siempre y cambiar su residencia, estuviera reaccionando de ese modo tan cobarde, se escapaba a su comprensión. Y pensó para sí: “no le conozco, de hecho creo que nunca le he conocido realmente”.

Sin embargo, se confirmaba lo que su intuición le decía desde hacía un par de semanas. Anna había experimentado mezcla de ilusión y extrañeza; la premura y presión con la que Aitor pretendía que se trasladara a Bilbao, daba a entender que más que deseoso parecía impaciente por tal mudanza.

Era chocante cuanto menos. Ahora, tras revolucionar su vida laboral y familiar en pro de ese cambio, se encontraba con un rechazo y vacío inexplicables.

Apenas durmió aquella noche debido a los nervios. Anna se dedicó a dar vueltas de manera silenciosa por la casa, aunque el crujir del suelo de madera en muchas ocasiones la delataba. Siempre le había gustado aquel tacto frío y cálido al mismo tiempo en sus pies desnudos, y ahora más que nunca quería retenerlo en su memoria. De hecho, quería recordar cada esquina de la casa, porque tenía la certeza que no iba a volver, al menos no en las mismas condiciones.

Llegada la mañana, Aitor la despertó: –“Me voy al aeropuerto, ¿me puedes llevar?”. Desconcierto, estupefacción. –“De acuerdo”.

Al igual que el día anterior, el viaje desde Elorrio hasta Sondika fue en silencio; sólo consiguió saber que iba a Sevilla, en principio “por trabajo”. Anna sabía que el trabajo de Aitor nada tenía que ver con eso y que era un simple mentira ¿piadosa?. Llegados al parking, él comenta: -“Puedes quedarte con el coche estos días, ya sabes dónde puedes dejar las llaves cuando tengas que marcharte”.

Aitor toma su maleta, se acerca y da a Anna un breve beso, rozando casi la comisura de los labios. Sigue sin atreverse a mirarla a los ojos. Coge su mano y la besa. -”Te llamaré”, y se aleja lentamente. De repente, se vuelve y la mira con ojos acongojados. Ella, inmóvil y con cara de póker junto al coche, jugando nerviosamente con las llaves del auto.

Desde este momento hasta el día siguiente, un vacío en su memoria. El tiempo se detuvo. Vagó sin destino durante horas por las carreteras y calles de Bilbao, sin comer, sin parar hasta el anochecer.

De vuelta al que días atrás iba a ser su nuevo hogar, se dió una larga ducha, regodeándose en el placer de sentir del agua caliente que resbalaba por su cara y cuerpo, ojos cerrados, mente en blanco.

Más tarde, reflexionando largamente en todo lo acaecido hasta el momento. Seguía sin explicaciones claras, pero no hacía falta. “¿Para qué?” se decía. “Sé que esto me va a doler hasta el infinito, que voy a estar tocada durante mucho tiempo, pero ello no me va a impedir seguir adelante, reinventarme. Agradezco haber descubierto que quien creía lleno de virtudes en realidad es un mediocre; de todo se aprende”.

Dicho esto para sí misma, se vistió y recogió lentamente sus pertenencias, despidiéndose lentamente de cada estancia.

Antes de traspasar el umbral de la puerta por última vez, no pudo evitar la tentación de dejar una nota al hasta ahora “hombre de su vida” con un: “Que te vaya bonito”.

Abrazos rotos


El vuelo en el que viajaba ella se dirigía a Bilbao, al antiguo aeropuerto de Sondika, el cual siempre le había resultado inquietante, pues justo antes de aterrizar podía verse el nada halagüeño cementerio situado junto a la pista.

El ruido ensordecedor del turbohélice que hacía el trayecto diario BCN-BIO-BCN le producía entre dolor de cabeza y somnolencia. Más aún si se tenía en cuenta que durante un buen rato antes de llegar a destino, se atravesaban las montañas precedentes, cubiertas siempre por espesas nubes que impedían ver algo salvo bruma gris. Ese gris que siempre había identificado a la ciudad, salvo por el contraste con el intenso verde producto de la incesante lluvia que caracterizaba al lugar.

Era habitual que en estos viajes, últimamente bastante frecuentes, ella estuviera ansiosa por llegar, radiante y nerviosa al mismo tiempo. Pero en esta ocasión, algo le decía que era diferente. Quizás las últimas llamadas y encuentros habían tomado un cariz distinto… Pero se autoconvencía que era producto de su imaginación.

La voz del comandante interrumpe sus pensamientos; avisa por megafonía que están llegando a destino. Las azafatas se apresuran para tomar asiento y abrocharse el cinturón. Ella siempre se preguntaba, en su ingenuidad, cómo eran capaces de pilotar aquella olla exprés con alas a través de la nada, que era precisamente lo que se veía.

Aquel aterrizaje fue aterrador; hacía tal viento que el piloto tuvo que pasar de largo de la pista, intentarlo de nuevo desde otro ángulo, nada… Vuelta a intentarlo adentrándose en el mar para dar media vuelta… El avión descendió de repente no se sabe cuánta distancia y notó cómo el corazón se le paralizaba, literalmente. Ella se vio por un momento estrellada en el mar. La imagen de la azafata con cara de pavor, de pié cogida a los laterales de aquel cacharro volador que crujía no contribuía de ninguna manera a tranquilizarla. Tras unos cuantos movimientos más de coctelera del aparato, y por primera vez tras decenas de vuelos, acabó vomitando lo poco que llevaba en el estómago a esas horas de la mañana.

Por fin tomaron tierra; casi todo el pasaje con ganas de besarla al descender la escalerilla. Ella pensó para sí: «espero que esto no sea una señal».

Y allí estaba él, como siempre, esperándole en el hall de llegadas del pequeño aeropuerto, cuya disposición se sabía ya de memoria, pero le tenía cariño por lo que significaba aquel lugar.

Un breve beso, un abrazo, un «qué tal ha ido el vuelo» de rigor mientras se dirigen al parking a buscar el coche. Todo parece normal, lo habitual, salvo por un pequeño detalle: ella nota que en ese transcurso de tiempo, no la ha mirado a los ojos. «¿Qué está pasando?» piensa para sí. «¿He dicho o hecho algo que le haya molestado?». Armándose de valor, le pregunta: –«Cariño, ¿te ocurre algo?». –«Mañana me voy de viaje», contesta él secamente, quitándose ese peso que llevaba encima desde hacía varios días. –«Pero si acabo de llegar. ¿Es por trabajo? ¿A dónde vas?», preguntaba ella con una mezcla de perplejidad y miedo irracional. –«Debo irme». Silencio.

El chirimiri caía de manera incesante, como una fina cortina del telón que precedía a la función que se iba a representar. Desde el momento de la conversación ambos estaban en silencio tenso que pondría en jaque a la persona más susceptible, él conducía, ella miraba hacia la ventanilla de su puesto de copiloto. Mirar sin ver nada.

Llegaron al caserón en medio de una campa verde, frondosa, brillante por efecto de la lluvia. Ella lo consideraba su casa, tan agradable, tranquila, acogedora con su enorme chimenea e interior decorado en madera de tonos miel; en un lugar tan frío como aquel, de inviernos antaño eternos y lluviosos, era de agradecer. Suben las escaleras lentamente, dejando los bártulos de ella en el distribuidor, por primera vez no estaban en la habitación que compartían.

Suena el teléfono. Él nervioso, contesta. Se intuye una voz de mujer al otro lado del auricular.

La cara de estupor de ella iba en aumento.

Miedo escénico


Avanzaba con pasos cortos y rápidos a través del pasillo que formaba la gente que había a su alrededor.

Solía mirar de manera innata, fruto de su ávida curiosidad, a los ojos de cualquiera que se cruzara en su camino, notando cómo apartaban la vista inmediatamente. No entendía el motivo y sin embargo, no se percataba de su mirada examinadora y directa, que simplemente era el querer adivinar qué se ocultaba tras aquella fachada trajeada o llena de abalorios y logotipos varios.

Ella se creía titubeante, tímida, no agraciada físicamente… Incluso patosa. Cualquier aparición ante un grupo elevado de personas era un drama que superaba aferrándose a cualquier objeto que hubiera en sus manos, mirando de soslayo a su alrededor. Hablar en público suponía el Apocalipsis, era horrible notar el titubeo de las palabras y el temblor de su voz.

Cuán confundida estaba… Nadie le creía cuando decía que era vergonzosa, pues todos pensaban en lo altiva de su presencia, la seguridad de sus pasos, sus movimientos soberbios y mirada inquisitiva.

Parece mentira lo diferente que puede ser el concepto que tenemos de nosotros mismos con el ajeno; la necesidad constante de aprobación, que nos esclaviza a consumir tantísimos productos que nos prometen solventarnos ese área que está dentro de nuestra cabeza.

Sólo nosotros podemos superarlo con la ayuda de quienes realmente nos estiman y nos insuflan (de manera habitual) seguridad, cariño y sobre todo, crítica constructiva.

Replanteamiento


He estado mucho tiempo dándole vueltas qué hacer con el blog; si olvidarlo definitivamente, volver a él, y el tal caso qué temática o enfoque darle. Nada, no me aclaro.

A veces creo que le doy demasiado vueltas a las cosas por lo perfeccionista que soy; quiero que salga todo a la primera y que la temática tenga interés, no por reconocimiento social, pero sí por no hacer el bobo de mala manera.

Es precisamente cuando me releo, que siento a veces vergüenza ajena por exponer sentimientos y emociones a la vista de todos. Os parecerá ridículo, pero forma parte de mi manera de ser; una manera de autoprotección que en realidad no protege de nada…

Al final haré como me recomendó alguien muy estimado: déjate llevar… Y es lo que pienso hacer.

Despertares


Adoro la sensación de despertar junto a tí, que mi primera visión del día sea tu cara tranquila y plácida mientras duermes.

Me encanta despertarte con un beso y susurrarte al oído que te quiero. Ese brillo en tus ojos que me conmueve, es mi pequeño tesoro diario que nadie puede arrebatarme.

Amanecer a tu lado significa notar tu sonrisa mañanera incrustarse directamente en mi retina y permanecer ahí durante horas alegrándome el alma.

Notar tu respiración y la calidez de tu piel junto a la mía, formando un todo es indescriptible.

Quiero notarte amanecer junto a mí el resto de mi vida.