Cambios necesariamente drásticos


Dos días, con sus respectivas 48 horas, llevaba alojada en aquella casa.

Algo le impedía llorar. Era una especie de bloqueo emocional. Sería imparable, como un torrente desbocado, una vez se eliminara.

La lluvia era incesante y poco invitaba a salir a tomar el aire fresco con olor a tierra mojada, más bien empapada. Mirando a través de la ventana del salón al exterior, descalza, en silencio y absorta en sus pensamientos, repasaba una y otra vez lo ocurrido el día anterior.

Al llegar del aeropuerto fue alojada en la habitación de invitados sin apenas explicaciones. En realidad tan leves que provocaban dudas más que resolverlas.

Aitor se mostraba incómodo y parco en palabras. Casi todo el tiempo estaba encerrado en su habitación, antaño compartida, hablando por teléfono o utilizando su portátil. De hecho, en todo el día apenas cruzaron unas cuantas frases. En el momento en que ella intentaba sonsacarle algo, él se marchaba del lugar sin más miramientos.

Anna estaba básicamente atónita y sin saber cómo reaccionar a aquella situación. Que aquella persona, que le había pedido por activa y por pasiva hacía menos de un mes compartir la vida para siempre y cambiar su residencia, estuviera reaccionando de ese modo tan cobarde, se escapaba a su comprensión. Y pensó para sí: “no le conozco, de hecho creo que nunca le he conocido realmente”.

Sin embargo, se confirmaba lo que su intuición le decía desde hacía un par de semanas. Anna había experimentado mezcla de ilusión y extrañeza; la premura y presión con la que Aitor pretendía que se trasladara a Bilbao, daba a entender que más que deseoso parecía impaciente por tal mudanza.

Era chocante cuanto menos. Ahora, tras revolucionar su vida laboral y familiar en pro de ese cambio, se encontraba con un rechazo y vacío inexplicables.

Apenas durmió aquella noche debido a los nervios. Anna se dedicó a dar vueltas de manera silenciosa por la casa, aunque el crujir del suelo de madera en muchas ocasiones la delataba. Siempre le había gustado aquel tacto frío y cálido al mismo tiempo en sus pies desnudos, y ahora más que nunca quería retenerlo en su memoria. De hecho, quería recordar cada esquina de la casa, porque tenía la certeza que no iba a volver, al menos no en las mismas condiciones.

Llegada la mañana, Aitor la despertó: –“Me voy al aeropuerto, ¿me puedes llevar?”. Desconcierto, estupefacción. –“De acuerdo”.

Al igual que el día anterior, el viaje desde Elorrio hasta Sondika fue en silencio; sólo consiguió saber que iba a Sevilla, en principio “por trabajo”. Anna sabía que el trabajo de Aitor nada tenía que ver con eso y que era un simple mentira ¿piadosa?. Llegados al parking, él comenta: -“Puedes quedarte con el coche estos días, ya sabes dónde puedes dejar las llaves cuando tengas que marcharte”.

Aitor toma su maleta, se acerca y da a Anna un breve beso, rozando casi la comisura de los labios. Sigue sin atreverse a mirarla a los ojos. Coge su mano y la besa. -”Te llamaré”, y se aleja lentamente. De repente, se vuelve y la mira con ojos acongojados. Ella, inmóvil y con cara de póker junto al coche, jugando nerviosamente con las llaves del auto.

Desde este momento hasta el día siguiente, un vacío en su memoria. El tiempo se detuvo. Vagó sin destino durante horas por las carreteras y calles de Bilbao, sin comer, sin parar hasta el anochecer.

De vuelta al que días atrás iba a ser su nuevo hogar, se dió una larga ducha, regodeándose en el placer de sentir del agua caliente que resbalaba por su cara y cuerpo, ojos cerrados, mente en blanco.

Más tarde, reflexionando largamente en todo lo acaecido hasta el momento. Seguía sin explicaciones claras, pero no hacía falta. “¿Para qué?” se decía. “Sé que esto me va a doler hasta el infinito, que voy a estar tocada durante mucho tiempo, pero ello no me va a impedir seguir adelante, reinventarme. Agradezco haber descubierto que quien creía lleno de virtudes en realidad es un mediocre; de todo se aprende”.

Dicho esto para sí misma, se vistió y recogió lentamente sus pertenencias, despidiéndose lentamente de cada estancia.

Antes de traspasar el umbral de la puerta por última vez, no pudo evitar la tentación de dejar una nota al hasta ahora “hombre de su vida” con un: “Que te vaya bonito”.

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